martes, 19 de noviembre de 2019

El rayo verde


Por el Capitán Marcelo R. Lucero

Y aquí estoy, de nuevo por embarcarme. Claro que nunca es lo mismo, el barco, la gente, el mar. Mucho más aún en mi primer barco pesquero. No fue casualidad, me anoté ya que las oportunidades en los buques de carga son escasas, y avanzado el mes de Enero no quiero dejar de navegar el verano.
Soy oficial de Cubierta, del Puente de Navegación. En este caso, me uno a la tripulación de un barco que pesca calamar. Debo confesar que del mismo solo sé que posee varios tentáculos, un pico y que sirve para hacer rabas, esos anillos fritos que tanto nos apetecen en Mar del Plata.
El barco, el “Keun Nollam 1”, lo veo firmemente amarrado en el muelle, con tres o cuatro barcos similares al costado. Se nota que está por zarpar, esta noche, según me dijo el Agente Marítimo.
El barco tiene bandera argentina, pero nombre coreano y la mayoría de la tripulación también, salvo los oficiales, un contramaestre, 7 marineros y uno de los cocineros, que también son argentinos. En total 29. No conozco más, acabo de firmar el libro de Rol, debajo del renglón del capitán argentino Álvaro Rodríguez, que también es nuevo en la empresa.
No me parece un barco grande, ya que su eslora, de 56 metros, no se compara con un barco de ultramar, pero de todos modos no es pequeño dentro de las dimensiones de los pesqueros. Su casco, rojo, superestructura blanca, pero apenas se notan sus colores, ya que se encuentra despintado y como manchado con chorros de tinta negra, aparte del evidente óxido.
Subo la planchada, un tablón que se bambolea con cada uno de mis pasos, y pongo pie en lo que será mi morada los próximos días, ¿cuántos?, entre 20 y 40, según “haya pescado”. Pero vamos a pescar calamares, moluscos, pienso, eso no importa, siempre que se pesca se lo llama pescado.
Me gustaría decir quién me recibe, pero lamentablemente nadie me presta atención, yo con mi bolso y mi mochila a cuestas, miro por el pasillo externo hacia proa y hacia popa, nadie a quien saludar, salvo un técnico a unos 15 metros, subido a una de las máquinas de pesca, muy concentrado en lo suyo.
Entro al casillaje por la única puerta de esa banda. Enseguida me inunda un aroma a camarote de pescador, o sea a camarote más la esencia de la pesca, en este caso un dejo de olor a cefalópodo en descomposición. También de comida, desde la cocina-camareta del otro extremo.
Camino unos pasos por el pasillo central que da a todos los camarotes altos y me encuentro con un hombre de baja estatura en mameluco, llave francesa en su mano derecha y un trapo manchado en la otra. Es el Jefe de Máquinas argentino. Lo saludo. Me da la bienvenida. Me indica mi camarote, en realidad el nuestro ya que debemos compartirlo, y el baño, también compartido con los demás de esa cubierta, entre ellos el cocinero, el contramaestre, y los “pesca” coreanos.
Le agradezco y llevo mi equipaje al camarote 4. Cuchetas atravesadas al fondo, o sea tendidas en sentido proa-popa, no más de 1,70 metros de largo. Un diminuto ojo de buey sobre la cama superior. Delante un pequeño escritorio y un placard de una sola puerta con la cerradura rota. Sobre el mamparo una estantería con elementos para hacer mate, un cuaderno de tapa negra, y otro trapo manchado. Finalmente un calendario, de hace más de 10 años, pero con una imagen de un paisaje coreano, una bahía de pescadores al atardecer, un mundo naranja, y una diminuta pero brillante luz verde de un pequeño faro de la costa.
Apoyo mi bolso y mochila en la cama de arriba (el Jefe me había dicho que él dormía abajo), saco mi libreta de anotaciones tapa de hule y me dirijo a buscar al Capitán, o a los capitanes, ya que a bordo se ve muy confusa la cuestión: el capitán argentino como responsable de la navegación, pero el que pesca es un coreano al que los demás se dirigen como si fuera el verdadero “capitán”, o “sanyán” como le dicen los demás coreanos subalternos. Me suena como “sunshine”.
No los encuentro, solo a un segundo coreano que se presenta como Yoon Lee. Le doy mi nombre y me saluda en su corto español, “Ahora todo listo. Ahora usted puente. Barco sale ahora”.
Entiendo el mensaje y busco el puente, en el extremo de proa del casillaje, subo medio nivel e ingreso a una pequeña sala con una mesa de cartas, de ahí un cortinado a la Timonera, corta y alargada de banda a banda, una mesada debajo del conjunto de ventanales que dan a proa y permiten ver hacia abajo la cubierta. Sobre la mesada, antiguos equipos electrónicos: radar monocolor, sonda, radio vhf, radio blu, radiogoniómetro, telégrafo. Al centro la rueda de cabillas y el compás magnético. Como instrumental novedoso, un receptor satelital.
Un barco más, un puente más, estoy acostumbrado a trabajar en ellos. Aunque aún no sé si me corresponde solo estar ahí o también bajar a la cubierta y a la bodega.
Me entretengo mirando los equipos. Busco la carta náutica de proximidades de Mar del Plata. Me cuesta encontrarla, por fin la hallo doblada en cuatro en un rincón del cuarto de derrota, manchada con mate, y por supuesto desactualizada. No encuentro reglas paralelas, sí un compás de puntas secas, aunque muy flojo para usarlo con precisión.
La radio chilla, es el tráfico local. De pronto nos llaman: “A ver Keun Nolam Keun Nolam me escucha”. Tomo el microteléfono y respondo: “Aquí Keun Nolam Primer Oficial habla cambio”. Es el agente marítimo, me dice que avise que en media hora zarpamos.
Bajo a avisar, no hay nadie. Encuentro a Yoon, le digo que salimos en media hora, me dice “ne”. A los pocos minutos el barco se inunda de gente, vienen de afuera, por la planchada, suben de la cubierta inferior, aparecen desde arriba. Gritos, corridas, los técnicos toman sus cosas y se marchan apurados.
Un hombre mayor de barba, pantalones desgastados de jean azul y remera negra me mira y me dice: “Vos debes ser el Oficial”. Le asiento y le doy el mismo mensaje, dándome cuenta que es el Capitán argentino, Álvaro. Me dice que está bien, que suba al puente.
No hace falta que me pregunte, sabe que es mi primera vez en un barco pesquero, quizás por mi ropa: ropa de fajina de oficial, pantalón y camisa gris, cinturón y zapatos negros, impecable y hasta planchada.
En pocos minutos, sube el Práctico, le dice al Capitán Rodríguez que el viento de afuera dificulta la maniobra de salida, pero que si confirma un remolcador más sería mejor. Rodríguez le niega, sabe que no habrá autorización y no quiere tener que pagar él ese lujo.
Sueltan amarras, las cobran a mano, hay como 12 hombres en cada extremo, donde va uno van todos. El único remolcador está atrás, y abre las popas de los barcos que están al costado hacia afuera para poder salir, por nuestra popa. Dejamos un esprín a proa y la máquina sale bien fuerte, casi corta el esprín. La proa golpea la popa del barco de adelante, a la vez que la amura roza con fuerza el muelle. La popa abre, no sin rechinar de cabos y golpes de cascos. Damos atrás, lo que demora casi dos minutos más. Sale la popa, más roces, más cabos a punto de chicotear. Se dispara el barco hacia atrás. Damos adelante, otros minutos de reacción, casi golpeamos la patrulla de Prefectura con la popa. Y salimos…
Dejando afuera las escolleras el capitán me dice que si no tengo inconveniente que haga la guardia de noche, de 20 a 08, y él la de día. No tengo objeción, y me voy a descansar hasta la hora de inicio de mi guardia.
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Me despierto y estamos a plena marcha, once nudos hacia zona de pesca. Voy a cenar y me encuentro a buena parte de la tripulación. Me miran a la vez curiosos e indiferentes, están acostumbrados a que el oficial cambie a cada marea. Argentinos en una mesa, coreanos en la otra. Ambos grupos hablando y riendo, pero seguramente no de lo mismo. La mesa argentina aún con restos de mate y panes con manteca y dulce, sobre los cuales se posan los platos enlozados con el bife y las papas fritas. La mesa coreana con un sinnúmero de pocillos conteniendo vegetales, mariscos, frutas, algunos reconocidos, otros desconocidos, un tono anaranjado verdoso en el ambiente.
Veo la cocina: el cocinero argentino tratando de mantener su mesada limpia y corriendo unos cacharros desgastados del coreano, éste cortando la cabeza de un cerdo que no se deja terminar de degollar.
Subo al puente con una naranja en la mano. El Capitán Rodríguez me saluda sonriente, “Bueno ¿todo bien?, mirá seguí con este rumbo y calculá cuando llegamos frente a Quilla, no te olvides de pasar los servicios.” Y me deja a cargo.
Está bastante nublado, pero ahí quedo yo de guardia, solo en la timonera mirando la proa. El radar apagado, la ecosonda también. Un chillido constante de algún aparato bajo la mesada que no identifico. Una brisa fresca circula entre los ventanales abiertos. Me espera mi primera guardia de 12 horas.
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Cuarto día. Por la noche llegaremos a la zona de pesca. Todo el día estuvieron los marineros (coreanos y argentinos) en la cubierta, en la planta y en la bodega, preparando la pesca. Los coreanos sentados armando líneas de poteras y fumando. Los argentinos bajando las parrillas y pasando las líneas por los rodillos.
Bajo a cenar, una cabeza de cerdo me mira. Esta adornada con flores y frutas, es para la ceremonia en la cubierta antes de empezar a pescar. Me llaman la atención sus largos colmillos, con manchas de sangre mal repasadas.
No puedo comer demasiado. Subo al puente. Un reflejo naranja intenso me encandila. La figura de un pequeño ser delgado y estilizado se vuelve hacia mí. Es el “pesca” coreano. Su cabello teñido rojo anaranjado, su tez curtida tensa, como membranas entre cada uno de sus huesos, fáciles de notar. Y sus manos, delgadísimas, con interminables y esqueléticas falanges, parece tener cuatro articulaciones en cada dedo, y sus uñas, como una falange más, larguísimas, oscuras y marrones, señalando algún planeta en el cielo. Hay estrellas y acababa de atardecer.
Me acostumbro a la luz, me doy cuenta de que el naranja proviene de la ecosonda, con su brillo y contraste al máximo, su escala monocolor en naranja fuerte, es una nube naranja con el personaje dentro, como descendiendo de ese cielo, apenas se ve que se posa en un alto y enclenque banquito de madera, sus piernas colgando como marioneta.
El Capitán Rodríguez no estaba. La criatura me mira abriendo un poco sus pequeños ojos verdes y me habla: “No toca”. Con tal instrucción retrocedí al cuarto de derrota, tras la cortina, donde me senté, alejándome de la nube.
Gritos nuevamente en cubierta. Bullicio bien a proa. Me asomo por el ojo de buey del costado y veo cómo largan una gran lona sujeta a dos cabos estacha. Es el “ancla de capa”. Maniobras con la máquina, abruptas, el buque que se atraviesa al oleaje, amplios rolidos, una llamada al maquinista para que adrize el barco. La gente de proa que avisa con alaridos. El buque se calma. Quedamos a la capa.
La ceremonia del cerdo no tarda en aparecer, mientras que las potentes luces de pesca se encienden una a una, y las primeras máquinas de pesca comienzan su incesante sube y baja.
Un grito final de los coreanos. Queda solo la guardia de líneas de poteras. Mi compañero detrás de la cortina vuelve a su asiento. Reviso los libros y trato de mantenerme activo, atento a cualquier emergencia.
Más tarde, por la madrugada, me asomo con intenciones de iniciar un mínimo diálogo con Calamaris, tal es el apodo que le he dado. Se encuentra de espaldas, siempre frente a la ecosonda, fluorescente pantalla naranja en la que no es posible discernir el  fondo del mar de los calamares. Mira hipnotizado la gran mancha naranja de la pantalla de la sonda, como si fuera la marca de un enorme y único calamar. Pero calamares hay muchos y de tamaño regular, se escuchan sus chillidos al subir por las líneas y largar desesperados sus chorros de tinta negra.
Calamaris tiene un pie desnudo, libre de su ojota, apoyado sobre el marco de la ecosonda. Con la mayor delicadeza y paciencia sujeta un alicate y, dedo a dedo de su pie, realiza su servicio podológico. Sí, evacúa la suciedad debajo de sus uñas y recorta las mismas, dejándolas igualmente muy largas, imposibles de alojarse en cualquier calzado cerrado.
Desisto de todo intento de diálogo. Siento un poco de náuseas. Me parece que no hay suficiente oxígeno, que el gas naranja lo ha consumido. Vuelvo a mi refugio.
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Día 16 de pesca, quizás el último, o bien debería decir noche. Guardia a guardia he repetido lo mismo. No ha habido novedades, salvo las discusiones binacionales entre los capitanes, sobre cuanto pescar y cuando volver llenos al puerto.
He tomado la costumbre de bajar a cubierta, a veces, para tomar aire. También conseguí un gorro con visera para protegerme de las fuertes luces, aunque no tengo anteojos oscuros, los que me vendrían muy bien.
En la cubierta me distraigo con las máquinas y sus líneas, con los calamares que son atrapados por esos pinches de las poteras y no tienen más remedio que caer a los toboganes de hierro (parrillas) luego de pasar el rodillo del extremo.  Y acumularse en las canaletas del borde de las cubiertas. Llenan las canaletas, a  veces colaboro en hacerlos circular usando un especie de pala semicircular con un palo de mango, aunque la inclinación está pensada para que circulen a popa y caigan al pozo de pescado abajo en la planta.
Me encuentro frente a una máquina potera, la del centro. Me siento sobre la balsa salvavidas, atrapada entre todo el equipo de pesca, junto al Kapanga coreano. Aunque no me mira y menos me habla. Miro las inscripciones en las máquinas, signos orientales, “ganchos” como dicen los argentinos. Está empezando a anochecer y aparecen las primeras estrellas débiles en un cielo que se enciende, tras el enjambre de parrillas, líneas, luces, aureolas naranja que invaden la cubierta.
De repente una parrilla rechina. Una máquina se para, Algo tira de ella con muchísima fuerza. El Kapanga se levanta y grita al puente “keun oshineo”. El pesca coreano baja a la cubierta corriendo y chillando. Se encuentra descalzo, con los ojos abiertos, nunca lo había visto así. Grita algo al Kapanga. Se arremanga los pantalones.
Trepa furiosamente a la parrilla, la cual está por quebrarse, y la tanza por cortarse. Llega al rodillo en la punta, se agacha, trata de destrabar el hilo, a la vez que tira de él como cobrando de la línea con fuerza. Me asomo a la borda para ver el agua, entre las dos parrillas frente a la balsa. Cuando miro al agua no puedo creerlo. Un enorme tentáculo naranja se encuentra enganchado en dos de las poteras, y el borde de una cabeza gigante comienza a descubrirse, su colosal ojo verde me mira de reojo. El bicho se agita descontroladamente.
Es una lucha entre dos criaturas. El “pesca” tiene más de medio cuerpo fuera de la parrilla, la línea está cortándole las manos, de las cuales brota sangre ennegrecida, la parrilla está a punto de sucumbir, la criatura de abajo no afloja y sacude todo, agua y línea con aún más fuerza.
La parrilla se quiebra. El molusco más pequeño cae, el molusco gigante lo atrapa.
Se paran las máquinas. Se apagan las luces.
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No he vuelto a embarcar a calamar, sí en otros barcos pesqueros, pero cuando trato de contar lo sucedido no puedo hilvanar los pensamientos, ya hasta no lo cuento.
A veces estoy en el mar y está por atardecer. Miro fijamente el horizonte, el cielo más diáfano, la atmósfera más pura. El naranja invade el limbo sobre el mortecino disco solar y sé que va a ocurrir otra vez.
En el último instante, sí, solo en el último mínimo instante, en el  centro de la mancha naranja, en el último punto de contacto, aparece un rayo verde.

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